miércoles, 26 de septiembre de 2012

La recursividad del cotidiano


Una mirada triste reflejada en el escaparate del centro comercial. Los juguetes expuestos en la ventana bajo la luz artificial, peluches y figuritas de acción con su sonrisa plástica, sus ojos extraviados.

Afuera, pegado al vidrio, un chico observa detenidamente los juguetes, mientras su madre lo toma apresurada de la mano, dejándose llevar por el mar de personas con prisa, rumbo a lugares importantes, citas, reuniones, trabajo, hablando por celular, mientras caminan todos, al unísono, sin pensar realmente, solo caminando.

El chico se aferra a la ventana, a la ilusión que se encuentra en oferta, hasta que finalmente es absorbido junto a su mama por esa bestia silenciosa que es la rutina, el diario, el cotidiano.

Mientras se alejan, otro niño se detiene en el escaparate y observa los juguetes, empieza a soñar, mientras su mamá habla por celular y busca las llaves del auto, va con prisa porque tiene que ir a dejar a su hijo a la casa y luego al salón, a alistarse para el evento en la noche.. y así sucesivamente.

Las vitrinas solo reflejan lo que pasa, pero no juzgan, son testigos silenciosas de nuestra lenta agonía, nuestra carrera contra el tiempo, una carrera perdida de antemano, mientras nos disipamos en un mar de indiferencia, recursivamente.

lunes, 17 de septiembre de 2012

La lógica de la soledad

Demostración:
  1. ‎El infinito puede ser representado por dos espejos que se miran el uno al otro, sin saberse objeto de tal representación. 
  2. Los cuartos de motel también cuentan con espejos contrapuestos. 
  3. Por lo tanto, el infinito también puede encontrarse en un triste y solitario cuarto de motel. 
QED.

lunes, 3 de septiembre de 2012

Somos todos tan barrocos, tan kitsch.

-¡Mamá!, no encuentro mi celular.
-Búscalo debajo de la cama.
-Ya busqué ahí y no lo encuentro, no está en ninguna parte.

Hace un par de días empezaron a desaparecer las cosas en la casa.

Primero fue el osito de peluche favorito de la Cata, pero ella es pequeña y no le dieron mucha importancia. Seguro se le cayó de camino al jardín y no se dio cuenta, dijo mamá.

Luego fue el gato de porcelana que le habían traído a la tía Mayra desde la China para su colección. Ella juraba que la Margarita se lo había robado, siempre le andaba chuleando su colección, diciéndole que qué bonitos los gatos en el estante del comedor.

Después fueron los lapiceros favoritos de papá. Ahí si se armó el escándalo, no puede ser que así como así desaparezcan las cosas en la casa, refunfuñaba él.

Así fueron desapareciendo más cosas, las revistas de mamá, los adornitos del jardín, la tacita de plata que le regalaron a la Cata cuando todavía era una bebé, la colección de fotos de nuestro viaje a Disney, el adorno de cerámica que le hice a papá cuando aún estaba en la escuela.

Y buscábamos por toda la casa, hasta que nos cansábamos de buscar, o nos olvidábamos qué era lo que estábamos buscando, o simplemente dejábamos de darle importancia. 

En el fondo, yo estaba contento por que desaparecieran las cosas. Siempre había detestado lo barrocos que éramos todos, nuestra casa, nos aferrábamos a todas esas cosas innecesarias que al final se convertían en una interminable colección de clichés, como nosotros mismos.

Y ni siquiera quiero empezar a hablar de la colección de gatos de porcelana de la tía, todos observándonos con sus ojos extraviados, mientras cenábamos en nuestro propio infierno de lo kitsch.

Pero lo más extraño de todo, es que lo único que no desaparecía eran las cosas en el cuarto de la abuela, los recuerdos de la fiesta de quince años, el angelito del bautizo de la Cata, los lacitos celestes de mi fiesta de graduación, los recuerditos de la boda de la prima Mariela.

A veces pienso que una parte de nosotros también vive en los recuerdos de primera comunión que guarda la abuela en la mesa de noche, aún cuando ella hace mucho que ya no está.