lunes, 3 de septiembre de 2012

Somos todos tan barrocos, tan kitsch.

-¡Mamá!, no encuentro mi celular.
-Búscalo debajo de la cama.
-Ya busqué ahí y no lo encuentro, no está en ninguna parte.

Hace un par de días empezaron a desaparecer las cosas en la casa.

Primero fue el osito de peluche favorito de la Cata, pero ella es pequeña y no le dieron mucha importancia. Seguro se le cayó de camino al jardín y no se dio cuenta, dijo mamá.

Luego fue el gato de porcelana que le habían traído a la tía Mayra desde la China para su colección. Ella juraba que la Margarita se lo había robado, siempre le andaba chuleando su colección, diciéndole que qué bonitos los gatos en el estante del comedor.

Después fueron los lapiceros favoritos de papá. Ahí si se armó el escándalo, no puede ser que así como así desaparezcan las cosas en la casa, refunfuñaba él.

Así fueron desapareciendo más cosas, las revistas de mamá, los adornitos del jardín, la tacita de plata que le regalaron a la Cata cuando todavía era una bebé, la colección de fotos de nuestro viaje a Disney, el adorno de cerámica que le hice a papá cuando aún estaba en la escuela.

Y buscábamos por toda la casa, hasta que nos cansábamos de buscar, o nos olvidábamos qué era lo que estábamos buscando, o simplemente dejábamos de darle importancia. 

En el fondo, yo estaba contento por que desaparecieran las cosas. Siempre había detestado lo barrocos que éramos todos, nuestra casa, nos aferrábamos a todas esas cosas innecesarias que al final se convertían en una interminable colección de clichés, como nosotros mismos.

Y ni siquiera quiero empezar a hablar de la colección de gatos de porcelana de la tía, todos observándonos con sus ojos extraviados, mientras cenábamos en nuestro propio infierno de lo kitsch.

Pero lo más extraño de todo, es que lo único que no desaparecía eran las cosas en el cuarto de la abuela, los recuerdos de la fiesta de quince años, el angelito del bautizo de la Cata, los lacitos celestes de mi fiesta de graduación, los recuerditos de la boda de la prima Mariela.

A veces pienso que una parte de nosotros también vive en los recuerdos de primera comunión que guarda la abuela en la mesa de noche, aún cuando ella hace mucho que ya no está.

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