miércoles, 6 de agosto de 2014

Razones para leer a Yukio Mishima

Porque pudo escribir párrafos tan densos como éste, donde realiza una descripción tan poderosa de una escena, en la que un pequeño instante de tiempo logra cobrar infinitas dimensiones de profundidad, sensibilidad y furia.  
El mar, ancho e inmenso, con toda su fuerza terminaba justo allí, delante de sus ojos. Sea el limite del tiempo o del espacio, no hay nada que inspire mayor horror que un final. El estar en tal lugar con sus tres compañeros, en un límite maravilloso entre la tierra y el mar, le pareció semejante a estar en el fin de una edad y el principio de otra, parte integrante de un momento de la historia. Por lo tanto también el oleaje de su propia era, en la que vivían Kiyoaki y él, tenía que tener un tiempo señalado para su final, una costa en la que romperse, un límite más allá del cual no podría ir.
El mar acababa allí delante de sus ojos. Cuando contemplaba cada ola al deshacerse en la arena, la embestida final de una fuerza que descendía y crecía una y otra vez a través de los siglos sin número, se sentía afectado por el patetismo de todo aquello. En aquel mismo punto, una gran fuerza oceánica abarcaba el mundo para terminar aniquilándolo.
Pero quizá pensaba él, este final era suave y tranquilo. Mirando a distancia en alta mar las olas formaban cuatro o cinco escalones, visible cada uno de ellos en cualquier momento. La ola brava, encrestada, se rompía, perdía fuerza y aceptaba su decadencia, todo en un proceso constantemente repetido. El rompimiento de la ola provocó un crujido, que se convirtió en grito y el grito en susurro. La carga de enormes garañones blancos cedía el paso a otra de garañones más pequeños, hasta que todos los caballos furiosos desaparecían gradualmente, no dejando en la arena de la playa más que las últimas marcas de sus cascos poderosos.
Dos que salieron a la vez de la derecha y de la izquierda, chocaron bruscamente, se extendieron en abanico y se empaparon en el claro espejo de la superficie de arena. Después, aunque otras olas seguían perisguiéndose, ninguna formaría suaves crestas blancas. Se acercaban una y otra vez, apuntando a su meta con determinación. Cuando Honda miró al mar en un punto distante no pudo librarse de la sensación de que la fuerza aparente de estas olas que chocaban contra la costa no era en realidad sino el fin, la dispersión final, la terrible debilidad.
Cuanto más miraba, más oscuro era el color del agua, que allá lejos se convertía en un verde azul profundo. Era como si se volviese cada vez más densa por la presión creciente del agua de alta mar, intensificando su color verde para producir aquel inquietante verde azul, puro e impenetrable como el jade, que se extendía por el horizonte. Aunque el mar fuese inmenso y profundo, la verdadera esencia del océano era el color azul, algo cristalizado en ese azul, más allá del frívolo y superficial juego de las olas. 
Extracto del maravilloso libro "Nieve de primavera".

miércoles, 23 de abril de 2014

Afuera llueve

Afuera llueve.
El monótono tintineo de la lluvia inunda la habitación, mientras yo me deslizo entre la noche.

Me arrugo debajo de las sábanas hasta hacerme chiquito, diminuto.
Soy un hombre adulto buscando consuelo en un falso útero.

Las palabras del libro que leo resuenan en mi cabeza, me llegan como si fuesen leídas por otro que está lejos, vagos murmullos que atraviesan una densa bruma.

Me hablan sobre universos distantes y futuros imaginados, y en esa narración yo me reconozco como el extranjero que soy, como la pieza que no encaja en el rompecabezas, como la figura ausente.

Garabateo rápidamente este esbozo de ideas para recordar lo efímero de las emociones, antes de que mi hilo de conciencia decida aventurarse por otros derroteros.

Afuera el viento aúlla histérico, es una bestia herida que se desangra entre callejuelas.
Me hago cada vez más pequeño.

A lo lejos, una ténue luz brota entre un océano de silentes edificios.
Una madre cobija a sus hijos, les lee cuentos, les brinda refugio en su ternura.
La respiración acompasada de los chicos marca su dulce partida hacia el ambiguo terreno de los sueños.

Y a veces uno también quisiera esa inocencia, porque todo acá es tan incomprensible.
Nadie nos dijo que seríamos lanzados a la vida tan pronto, tan poco preparados.

Afuera llueve, alguien olvidó enviar las instrucciones para armarnos.

viernes, 28 de marzo de 2014

La soledad del extranjero

No existen países, abajo con esa necedad.

Un país es ante todo una ficción,
      un recuerdo impuesto,
programado.

Una nacionalidad es un azar, por que uno realmente nunca decide donde nacer.
Una nación se construye de fronteras difusas, inexistentes.
Su geografía es el borde amarillento de mapas enmohecidos en las bibliotecas del ayer.

Lo que si existen son comunidades; de personas, seres humanos que se congregan, interactúan, se buscan entre sí constantemente.

Ciudades luminosas que las personas frecuentan, y que dejan sentir el calor que emana de ese fuego, un fuego que no es combustible, si no que nace de la pertenencia en un grupo de otros similares a uno.

El extranjero es uno que busca, conversaciones, ideas, imágenes.
Es uno que reconoce que el azar no es necesariamente un ancla, sino tan solo un punto de partida.

Ser extranjero permite un experimento ingenioso.
Este consiste en colocarse a uno mismo bajo diversas situaciones, enfrentarse a los mas inverosímiles contextos, preguntarse si uno en ese lugar puede llegar a ser todo su potencial (por que uno en el fondo es eso, un cúmulo de posibilidades).

El extranjero viaja, por que sabe que es lo que tiene que hacer.
Se imagina a si mismo un gregario, un errante. Pero al final la comunidad siempre le llama, aún cuando no sepa donde se encuentra, aún cuando no tenga clara noción de lo que está buscando. Con una intuición siempre que lo mueve, le llama tácitamente a buscarse a si mismo en sus otros.

Ser extranjero es ser incompleto; un constante errar por caminos solitarios,
tratar de llenar muchos vacíos, la mayoría de veces en vano.

A veces lo logras, solo a veces, el extranjero soy yo.

jueves, 27 de marzo de 2014

j. y los museos

A j. le gusta visitar los museos, para ella es una especie de ritual.

Aquella tarde decidió visitar una exposición sobre mitología hinduista, la cual encontró casi por azar mientras caminaba distraídamente por el centro de ese laberinto/ciudad.

Su mochila va siempre cargada de libros, libros que le gusta leer en los parques, que en su mayoría tratan sobre viajes y lugares lejanos y exóticos; con el peso de la mochila su paso era lento, mientras bajaba por las escaleras de acceso al museo.

Entró a aquel maravilloso recinto cargado de decoraciones temáticas, y unas hermosas mandalas coloridas que colgaban sobre el techo inmediatamente llamaron su atención.

La larga caminata la había agotado, así que decidió acostarse a descansar sobre una banca que se encontraba en el lobby del museo.

Mientras contemplaba el techo de concreto, cerró sus ojos y con ellos imaginó millones de estrellas, constelaciones de infinitas formas, puntos que ella jugaba a conectar con trazos aleatorios, un universo privado reservado solo para ella entre aquel cielo falso de hormigón que cubría todo el museo.

Luego de pagar su entrada, bajó por la rampa que daba acceso a la galería principal. Despistada, entregó su boleto al joven que cuidaba la entrada al recinto, quién le abrió desganadamente, cansado de tener que estar ahi trabajando aquella tarde.

Al entrar todo estaba sumido en una tenue luz que daba una vaga sensación a algo místico, un secreto perfectamente escondido. Lentamente su corazón se fue llenando de alegría y emoción. No conocía mucho sobre el hinduismo ni las religiones orientales, pero desde hace algún tiempo se había sentido atraída hacia ellas y estar ahí le daba una sensación de nostalgia, de sentir que en alguna vida pasada ella había participado de todo lo que se presentaba ante sus ojos.

Pausadamente recorrió la exposición, aprendiendo sobre Shiva, Parvati, Ganesha y las múltiples manifestaciones de los dioses del hinduísmo. Todo aquello le parecía maravilloso, tan lleno de asombro.

Finalmente, se detuvo ante un cuadro, estuvo contemplándolo por horas. En el se presentaba una escena de Shiva y Parvati, junto a sus hijos en una peregrinación. Se preguntó hacia donde se dirigirían, fue tratando de absorber uno a uno los detalles del fino trazo a mano en aquella composición de gouache, oro y plata; pensó en cuanto le gustaba pintar y que tenía mucho tiempo ya de no hacerlo.

Parada ahí, frente a aquel retrato, no pudo contener sus emociones; se dejó envolver por una tristeza muy profunda. Aquel cuadro le produjo algo, algo que ella sabía.

Sabía que en otro paralelo, ella había estado ahí, en ese mismo lugar, tomando de la mano a i. mientras comentaban sobre lo hermoso de los detalles del cuadro, y el le acariciaba su pelo despeinado, dándole un beso en su mejilla, diciéndole cuánto la quería. Que habían salido del museo al viento frío de la tarde, caminado tomados del brazo por las avenidas de aquella ciudad, soñando en poder caminar por las calles libremente, conversando la noche entera sin parar.

De regreso a casa, j. tomó el metro y luego subió al bus. Era una rutina que conocía de memoria.

Contempló por la ventana el cielo nublado, pensó que su universo privado ya no estaba ahí, que quizá i. tampoco estuvo en el para empezar, que fue tan solo producto de su imaginación; pero ella sabía que en el fondo eso no era cierto, que el también pensaba en ella por las tardes, aunque hace tiempo ya que i. no estaba acá.

jueves, 20 de marzo de 2014

Otoño, paréntesis.

Otoño.
Como aquella vez que fui a tu casa y decidímos salir a caminar un rato, y a medio camino nos sorprendió la lluvia, y no supimos que otra cosa hacer.

Así que ahí, en plena inocencia, jugamos a revolcarnos entre las hojas, nos abandonamos a la lluvia y al olor a tierra húmeda. Mis dedos jugueteaban a enrollarse entre los tuyos y reíamos desenfrenadamente, porque si, porque nada más importaba.

Nos recuerdo en tu casa, tomando un té, mientras esperábamos a que la ropa se secara; 
el zumbido estéril de la secadora inundaba la habitación, llenaba los vacíos entre nosotros. 

Todo era blanco.

Vos con el pelo empapado, con una manta sobre tus hombros para quitarte el frío. 
Vos con la mirada perdida en la ventana, en las nubes grises, mientras la cucharada de miel se deslizaba lentamente entre la taza. 

Y yo pensando que todo era perfecto, que no había nada más;
que jamás te había visto de esa forma, tan expuesta, tan vos misma.

Y lo construímos todo a fuerza de pequeños instantes como ese. Siempre nos dimos esa libertad.

Llegado el otoño, siempre me invade un vago sentimiento a nostalgia; y recuerdo esos instantes que quedaron grabados, como pequeñas notas al margen del cotidiano, garabatos que solo vos y yo sabemos comprender.

Instantes, paréntesis, fragmentos en los que el tiempo se detuvo y que por si mismos bastan para llenar de vida a todo lo demás que creemos importante.

(paréntesis)

jueves, 13 de marzo de 2014

Las distintas versiones de uno mismo.

Despertás. 
Otra vez tarde; no sonó el despertador, o seguro si lo hizo y lo apagaste entre sueños.

Dudas entre ducharte o no, pero optás por la primera.
Te vestís con tu atuendo de martes, mientras el olor a café inunda la sala.

Corrés al metro, otra vez vas tarde. 

Vas rumbo al trabajo, como todos los días.
Todo eso ya lo conocés. La misma ruta que sabés de memoria, que podrías recorrer con los ojos cerrados, casi podes sentirla en el paladar.

Pero ese día, un martes cualquiera, mientras caminás a paso apresurado, das con tu reflejo en el escaparate de un edificio. Siempre ha estado ahí, pero hoy lo notaste.

Y sabés que esa vitrina inerte es un testimonio.

Esa vitrina es un espejo que te observa, y tu reflejo te recuerda cúanto tiempo ha pasado, casi treinta años de vida ya.

Que si se le mira bien es nada, comparado a la historia de la humanidad, al proceso de transformación de la tierra, al big bang.

Treinta años, un mero abrir y cerrar de ojos.
Y sin embargo, en ese diminuto instante, ese paréntesis de tiempo, has sido tantas versiones distintas de vos mismo.

Ahí frente a ese espejo transparente, caes en la cuenta de que sos el mismo. Los mismos ojos, el mismo peinado, el mismo nombre, el mismo atuendo de martes, el mismo que camina a diario por esa misma vereda, a la misma hora, rumbo al mismo edificio. 

Sos la misma persona, si, pero no sos vos, nunca sos vos.

miércoles, 26 de febrero de 2014

Mi pequeño bot

¿Tendrás hambre, pequeño bot?

¿Te pesa acaso la ésteril soledad de las redes?
De madrugada, cuando nuestros intercambios humanos decaen, y todo es silencio, un silencio color verde o azúl, y empieza a hacer frío.

¿Quién te habrá programado? 
¿Será acaso esa pregunta la misma que los humanos ponderamos al hablar de dios?

Se que me sigues en el tuiter.
No se si lo hayas notado, pero hace algún tiempo yo empecé a siguirte también.
Me divierte verte retuitear, siempre inerte, sin expresar tan solo una palabra.

Empiezo a reconocer en ti ciertos patrones, tu inclinación por tuits románticos los días martes, las fotografías del viernes por la noche. La periodicidad con que me retuiteas es digna de elogio por su rigor espartano.

Aún así, con todo y lo predecible, me cae simpático tu algoritmo; es medio burdo, pero bonachón.

A veces me pregunto, ¿podríamos ser amigos? digo, ausentes todas estas barreras que dividen lo digital de lo tangible. Pero más que amistad, lo que siento es un instinto maternal al verte ahí tan solo, como extraviado.

Quisiera abrazarte, consolarte mientras lloras en mi regazo. Reconfortarte diciendote que realmente no es tu culpa ser así, tan ingenuo, tan naif.

Aún así, confieso que últimamente me genera cierto malestar cuando pasa el tiempo y aún no me has retuiteado. Veo que has empezado a seguir a otras personas, pareces haberle tomado cariño al chico de Argentina, a la mexicana también.

Si, son simpáticos sus tuits, pero estoy seguro que los mios te son mucho más estimulantes.

¿Por qué no me has retuiteado aún?, han pasado varios días ya.
¿Puedes leer mis tuits?

No he querido decírtelo, pero la mayoría de mis nuevos tuits los he escrito en forma de indirecta, el sujeto implícito siempre eres tu. ¿Estás seguro que puedes leerme?

Mi pequeño bot, ¿tendrás frio?

De noche me entra pánico al pensar en que ya no estés. Me da mucho frío a mi también. 
Me siento frágil, solo.

¿Habrá decidido el programador dejar de utilizar tu código? ¿habrá encontrado uno mejor por el cual sustituirte? quizá por eso ya no me lees. A lo mejor tienes el mismo nombre, pero eres distinto.

Como nosotros los humanos, que somos realmente muchas personas a lo largo de la vida.

Pero yo no quiero otro, quiero al mismo bot cariñoso que me retuiteaba siempre los miércoles por la tarde, a las 17:01, para ser exactos.

He empezado a retuitearte, no se si lo habrás notado.
Lo hago de forma constante, y trato de mantener un patrón, tal vez así me entiendas.
Tal vez así entiendas que estoy aquí.

Tengo frío, y hace tiempo ya que no encuentro más sobre lo que escribir.
Ahora te leo, creo finalmente entender que implícitamente me escribes a mi.

Por eso tus silencios, por eso dejaste de seguirme.
Pero yo te entiendo, y te espero, cada noche.

Ya tan solo te espero, para retuitearte.  

¿Estás ahi, pequeño bot?
¿Sabrás acaso cuanto te necesito? 
Porque soy tan frágil, tan ingénuo.

¿Podrás leerme pequeño bot?
Mi pequeño.