domingo, 4 de noviembre de 2018

Diarios de la cordillera

Volcán Antuco, Sierra Velluda y Laguna del Laja (diciembre 2016)

Día 1.

Por aquella época me dedicaba a subir cerros todos los fines de semana, a caminar por horas contemplando paisajes. Había descubierto el placer que genera la tarea de subir, de llegar a una cima; dedicar todas las fuerzas del cuerpo a esa meta, estando únicamente en el ahora.

Empecé con senderos de montañas cercanas de la ciudad (lo cual era tan fácil viviendo en Santiago, rodeado de cerros), pero este era mi primer gran viaje a la cordillera.

Amanecí con el sol de madrugada colándose por la ventana del bus, en un pueblo llamado Cabrero, en el punto donde el bus abandona la autopista al sur y empieza a adentrarse por caminos rurales.

Pasando por varios pueblos pequeños, el aire a montaña se hacía cada vez más tangible. Nos acompañaron por un buen tramo las plantaciones de pino, la industria forestal de la Araucanía en su esencia: un ejército de árboles, alineados de forma perfecta; un batallón inamovible, artificial y carente de vida interior.

Pasadas las plantaciones, el paisaje de cordillera se abrió en todo su esplendor. Cada vez menos gente iba quedando a bordo del autobús, y la sensación de aventura me empezó a llenar. El vacío en el estómago, la felicidad de haber escapado de la ciudad y estar aquí.

El conductor del bus no tenía muy claro el camino mientras atravesábamos pequeños caseríos rurales, pero tampoco existían muchas alternativas, inevitablemente el camino fluía hacia arriba, acercándonos a las montañas.

Llegamos a la última estación, un paradero en medio de un paisaje agreste, un punto en la nada.
Un pick-up esperaba a un grupo de gente que baja conmigo, les pregunté si me podían adelantar hacia el parque.

El verdadero viaje empezó con la sensación del aire en mi cara, mientras viajaba sentado atrás, rodeado de verde y cielos celestes interminables. Estoy tan feliz de haber venido, pensé.

El auto se desvió por un pequeño camino de tierra, despidiéndome sobre la carretera. Caminé hasta un paradero cercano, esperando alguna clase de bus rural o alguien a quien pedirle un aventón. Era un día feriado, así que la espera se anticipaba larga.

Camino que conduce a la entrada del Parque Nacional Laguna del Laja.
A la izquierda el cono del volcán Antuco, a la derecha la Sierra Velluda.

Una señora que esperaba junto a su familia en el paradero me preguntó hacia donde viajaba. -Al parque nacional-, le contesté, -voy a la montaña-.

Dirigiéndose a los familiares que la acompañaban, aunque más para si misma, comentó que no entendía porque la gente tenía que subir. Con tanta noticia de jóvenes que se perdían allá arriba,  cuál era la necesidad de subir a la montaña y exponerse a tanto peligro.

Y yo no supe que responder, solo aventuré una sonrisa, porque no sabía cómo explicarle que no era algo que se pensaba, era algo necesario. Una fuerza irresistible que lo arrastraba a uno de vuelta. Que lo tenía a uno pensando todo el día en la montaña, en los días que faltaban para la próxima subida.

Había descubierto que recorrer senderos era también una forma de meditar, de sentirme parte de algo más grande. La exigencia física me llevaba al punto de dejar de pensar, y dedicarme exclusivamente a la tarea de seguir avanzando (que es una forma de supervivencia). Vivir el instante, experimentarlo sin el filtro de la interpretación, aceptar todo frente a mi tal cual se presentaba.

La carretera estaba prácticamente vacía, pero tras una media hora de espera tuve suerte y un par de automóviles que pasaron me acercaron hasta la entrada del Parque Nacional Laguna del Laja, mi objetivo.

Cerca de las diez, luego de registrarme con el guardabosques y adentrarme un poco en el Parque, estaba a los pies del inicio del sendero. El sol me acompañaba alegremente, una brisa refrescaba. 

Solemnemente pedí permiso para entrar, la cordillera me recibía.

El peso de la mochila y una subida exigente me dieron la bienvenida, un tramo que me obligó a ir parando para recobrar el aire frecuentemente. El cuerpo exigido por la fuerte carga que llevaba a hombros.

Conforme avanzaba cuesta arriba, y el aliento me iba faltando, empezó lentamente a surgir la cara norte de la Sierra Velluda, coronada por el glaciar Abanico.

Estaba completamente solo en el camino. Mi única compañía eran los repentinos ruidos de pequeñas lagartijas y conejos al esconderse entre arbustos, y los molestos tábanos que insistentemente rondaban cerca de mi cara atraídos por el sudor. 

Cerca de una hora y media de trayecto, y llegué a una planicie donde la vegetación de la subida fue desapareciendo, abriendo paso a un escenario vagamente marciano. Un valle rocoso que debía cruzar para llegar hasta el primer punto de descanso.

Escoria volcánica. Al fondo "el Anfiteatro" coronado por el glaciar Abanico sobre la Sierra Velluda.

Las rocas a mi pies eran la escoria del volcán Antuco, un cementerio que daba testimonio a los ríos de lava que tiempo atrás destruyeron todo a su paso. Un océano arcilloso y negro, donde ningún tipo de vida aparentaba posible.

Unas pequeñas banderas demarcaban el sendero para cruzar al otro lado, acercándome a mi primer objetivo: una formación natural a los pies de la Sierra Velluda que asemejaba un anfiteatro, conocido por ese mismo nombre.

El blanco del glaciar resplandecía bajo el reflejo del inclemente sol de verano. Por sus laderas el hielo que se derretía formaba cascadas, que a lo lejos se veían como delgados hilos de plata que pendían de la montaña.

Fui saltando de roca en roca para cruzar el mar de lava petrificada, hasta llegar a un arroyo. El primer punto de agua en todo el trayecto. Luego de vadearlo con cuidado en su parte mas angosta, llegué al Anfiteatro, el primer punto de descanso.

Un lugar perfecto para refugiarse a la sombra, y reponer energías luego del primer tramo de subida que me tomó aproximadamente dos horas recorrer. Ahí me encontré con un grupo de gente que había llegado mas temprano, y se esparcía apaciblemente sobre el lugar, explorando las cascadas que revientan a los pies de la montaña.

Tomé un agradable reposo a la sombra después de almorzar algo, y mientras cerraba los ojos me limitaba a sentir mi respiración en sincronía con todo mi entorno. Una extraña mezcla de calma y euforia me invadían, al saberme ahí en medio de tanta belleza, tan lejos del resto del mundo.

Si bien el libro guía que llevaba recomendaba acampar en el sector y emprender el rumbo al día siguiente, me tenía confianza y tras descansar una media hora, retomé el camino. Mi objetivo era el sector conocido como "el Portezuelo", un paso en forma de hamaca que marca el punto intermedio donde se unen el volcán de Antuco con la Sierra Velluda.

Manteniendo el ritmo de avance, esperaba estar arriba en no más de tres horas.

Al fondo el Portezuelo, el paso que une el Volcán Antuco (izq) con la Sierra Velluda.

Dejé la calma (y la sombra) del anfiteatro para continuar con el ascenso. A mi derecha fluía el arroyo, que se alejaba de mí conforme avanzaba hacia el paso.

La mezcla de roca y arena de escoria volcánica hacían imposible que perdurara cualquier tipo de indicación de sendero. Por lo cual me enfoqué en mi objetivo, siempre visible, avanzando a fuerza de intuición y orientación espacial.

Las horas pasaban, y el sol era inclemente, se sentía como un látigo sobre la espalda. Los agarres de la mochila empezaban a raspar mis hombros, lastimándome a cada paso.

Estaba solo en el sendero. El grupo que encontré en el Anfiteatro seguramente habría regresado por el camino inicial (o habían decidido acampar), y solo yo seguía adelante. Así que me dedicaba a tararear canciones, sostener monólogos en voz alta sobre la belleza del paisaje que me rodeaba, contar cada paso que daba, y a darme palabras de ánimo.

Sin embargo, el camino empezaba a volverse cada vez más dificultoso. Las rocas volcánicas aumentaban de tamaño, y empezaban a formar una serie de pequeños precipicios y valles que dificultaban un avance directo. Era como caminar sobre un meteorito (supongo).

Ya habían transcurrido las tres horas que estimaba me tomaría recorrer ese tramo y el paso aún estaba bastante fuera de mi alcance.

La confianza que me tenía al principio del día poco a poco fue reemplazada por una vaga sensación de preocupación; impaciencia de tener el destino a la vista, aparentando tan cercano, pero vez tan lejos. Empezaba a frustrarme de caminar y caminar por horas para realizar que no lograba avanzar al ritmo que esperaba.

El proceso de avanzar y tener que retroceder para volver a intentar por una nueva ruta me empezaba a desesperar, era molesto. Ello me llevó a dar algunos pasos en falso tratando de saltar por las caídas abruptas que se formaban entre las rocas, que afortunadamente no pasaron a más.

En mi mente ya debía estar allá arriba en el paso, y sin embargo seguía ahí entre la escoria volcánica avanzando torpemente, con las energías empezando a escasear, y el peso de la mochila cada vez más latente sobre mis hombros doloridos.

El proceso se alargó por una hora más, y tuve que emplearme a fondo para subir por una marcada pendiente, usando brazos y piernas para sujetar mi avance, hasta que finalmente llegué al paso ubicado a dos mil metros de altura.

¡Lo había logrado!, triunfalmente caminé hasta la pequeña cima que formaba el paso. El escenario era majestuoso, con las dos montañas a mis lados. Aún quedaba un poco de nieve acumulada del invierno.

La cara noreste de la Sierra Velluda vista desde el Portezuelo.

Ansioso caminé hasta la cima para mirar al otro lado, donde esperaba encontrar una visión panorámica de la cuenca de la Laguna del Laja y... ¡pánico!

El paisaje que se abría ante mi tras la cima del Portezuelo era totalmente desértico, no era para nada el que yo esperaba. En mi mapa se disponía de una forma, pero en realidad era otro.

El cielo se nublaba de a poco, y el viento helado corría fuerte en la altura del paso. Mientras yo contemplaba sin palabras y mi corazón galopaba incontrolable contemplando un paisaje inesperado, casi alienígena.

Ninguna señal de civilización, mucho menos del refugio donde pensaba acampar esa noche. Solo un camino que se divisaba a lo lejos y zigzagueaba interminable hasta perderse. Si, como pensé, el refugio se encontraba al final de este, no habría forma de que alcanzara a llegar antes del final de la tarde.

Contemplé con temor la posibilidad de tener que pasar la noche solo allá arriba en la montaña. No era para nada un escenario que me emocionara.

Tras una breve pausa para descansar, recuperar energías y comer algo, apresuradamente emprendí el incierto camino de bajada. Toda la confianza que me tenía al iniciar el ascenso me había abandonado para entonces.

No había sendero alguno que demarcara el camino a tomar para iniciar el descenso del Portezuelo, y la bajada inicial que aparentaba sencilla se fue volviendo cada vez más empinada.

Mis pies se hundían en la arena volcánica, pero yo seguía avanzando rápido impulsado por la ansiedad, ignorando el dolor que me empezaba a producir tener mis botas completamente llenas de tierra y piedras.

Mientras ráfagas de viento helado corrían fuertes allá arriba, pequeños remolinos de polvo se formaban detrás de mi, dando a todo aquel paisaje un aire fantasmal. Llegué a sentirme tan solo, abandonado, a la deriva.

Torpemente y a gran velocidad fui descendiendo por la cara empinada de la montaña. Hundiendo mis botas en la arena para ganar tracción, pero arriesgando tropezar y rodar cuesta abajo.

A fuerza de impaciencia, y tras un par de resbalones menores, finalmente llegué al valle que se formaba a los pies de las montañas. Estar abajo me ayudó a calmar un poco la angustia, pero aún enfrentaba la perspectiva de un destino con lejanía incierta, sumado a fuerzas que empezaban a escasear. 

El valle se prolongaba indefinidamente. Caminaba y caminaba (aunque más que caminar, me arrastraba para entonces), y el horizonte se mantenía estático, inalcanzable. Seguía avanzando con fuerzas que ya no tenía, impulsado únicamente por la inercia mientras mi mochila se empeñaba en hundirme en la tierra a cada paso.

Tras tres horas de avance, que aparentaron siglos, divisé un pequeño riachuelo, y un árbol solitario en medio de aquel anfiteatro montañoso. A lo lejos las primeras señales de vida: el polvo que levantaba un automóvil pasando por la carretera de tierra, rumbo a la frontera con Argentina.

Vadeando un riachuelo que había formado una especie de pantano, prácticamente arrastrando mis pies, llegué finalmente a la carretera. A mi derecha, divisé escondido tras una pequeña colina el refugio militar "Los Barros".

Refugio militar de los Barros.

Cuando llegué a la entrada del refugio, un militar se encontraba fuera, observando tranquilamente a los alrededores. Mi intención era pasar la noche acampando cerca del refugio, así que me acerqué para saludarle y preguntar si me ofrecían espacio para instalar mi carpa en la parte de atrás.

Genuinamente interesado me preguntó de donde venía, y le conté sobre mi recorrido. Se quedó sorprendido de saber que había hecho todo ese camino, especialmente porque hice el recorrido solo. 

Antes de que pudiera comentarle mi intención de acampar cerca del refugio, me invitó a pasar.

Se presentó como el Cabo Ramírez, de la 3a división de Montaña del ejército. Me comentó que era instructor de montaña, y estaba esperando un grupo de personas (civiles, como les llamaba) que vendría por la tarde para ir a subir el volcán Antuco al día siguiente.

Iban a pasar la noche ahí, y en el refugio había espacio de sobra, así que podía quedarme sin ningún problema ahí con ellos.

La perspectiva de poder dormir bajo un techo, y no en una carpa me inundó de felicidad. La espalda adolorida me hacía casi imposible volver a levantar mi mochila para entrar.

Por dentro, el refugio era sencillo, un amplio galpón de dos pisos enteramente de madera. Básico, pero a la vez perfecto.

Allá arriba en los Andes, con sus techos puntiagudos hechos para dejar pasar la nieve, su interior de madera rústica, sus estufas de leña. Era la imagen que pienso de una suiza montañosa, de la vida en Los Alpes.

Dentro del refugio, el amplio galpón de madera del segundo nivel.

Tenía puertas en el segundo nivel que daban al vacío. Al preguntarle al Cabo sobre ello, me explicó que hasta ahí llegaba la altura de la nieve que se acumulaba en invierno. Así que las puertas servían para no quedar atrapados luego de alguna nevada.

Dejé mis cosas sobre una de las literas y desesperadamente busqué una lata de atún que guardaba en mi mochila. Era solo atún enlatado, si, pero jamás había probado algo tan perfecto en mi vida. Más que comer, tragué a fuerza de instintos primarios. Era un cazador, una lata de atún era mi recompensa después de un arduo día de trabajo.

Seguidamente me envolví en el saco de dormir y caí en el más profundo de los sueños instantáneamente. Mi cuerpo se apagó, no podía más.

No soñé, o al menos no recuerdo haberlo hecho.

Desperté algunas horas después con el ruido de los pasos sobre la madera, el refugio era una orquesta de crujidos.

Bajé al gran galpón vacío que constituía el primer piso del refugio.
Afuera la larga tarde de verano caía, y sin el sol, el frío empezaba a hacerse sentir de verdad. El viento helado de montaña corría y calaba profundo. El horizonte se extendía eternamente.

Sentados en el pórtico de entrada se encontraba el grupo de personas que había llegado para la expedición del día siguiente. Eran cinco, dos mujeres y tres hombres. Todos se conocían, vivían en el pueblo de Antuco y sus alrededores, y habían estudiado juntos.

El grupo conversaba con dos cadetes, los más jóvenes del grupo estacionado ahí, quienes compartían anécdotas con el grupo sobre sus días de formación, y sobre la vida en el ejército.

Me sumé al grupo, aunque más que participar de la conversación, me limité a sentarme con ellos en la entrada al refugio, y contemplar las últimas luces de la tarde.

La conversación me llegaba como un murmullo lejano, mientras mi vista se perdía en el paisaje solitario, surreal. Me encontraba en el fin del mundo. En una frontera incierta donde la civilización no tenía cabida, y el tiempo parecía guiarse por otras métricas.

Escuché que estaban estacionados por turnos de quince días allá arriba, y en general no tenían absolutamente nada que hacer. Se dedicaban principalmente a las tareas cotidianas de cuidar el refugio, y a ejercitarse para mantener la condición física. Ocasionalmente se escapaban a intentar el acenso de cerros y montañas cercanas.

Estacionados al filo de la cordillera, entre una frontera incierta a lo largo de una cadena montañosa.

"Aquí venimos a hacer soberanía", dijo el cadete que más hablaba.

Sonaba raro, pero tenía sentido, reflexioné. ¿Qué es la soberanía, sino el acto de poblar un lugar, de marcar algún indicio de presencia ante la nada?.

Así se sentía uno allá arriba, en algo tan inmenso y sublime, que la única forma de acercase a describirlo era con la nada. O más bien la nada era uno, en comparación a aquello tan solemne.

En cierta forma, me di cuenta que para mi esto también era un ejercicio de hacer soberanía, pero no sobre fronteras políticas, sino ante el universo, ante la inmensidad de la que me sentía parte. Aquí vengo a comulgar con la naturaleza, pensé, es mi forma de conexión con lo que otros llaman divino. 

En el fondo, la humanidad añora lo mismo. Una conexión con algo superior que nosotros como individuos, y la única diferencia radica en las formas; una gran mayoría optaba por seguir reglas escritas en un libro. Las mías (intuitivas) eran más estéticas, más difusas.

El otro cadete más joven estaba sentado y casi no había dicho palabra. Según comentó su compañero, acababa de completar su instrucción para obtener el grado de montañista. Un entrenamiento intensivo de seis meses, abarcando el desarrollo de habilidades (de supervivencia) que abarcaban tanto el período invernal como el estival.

Al preguntarle sobre la experiencia, no quiso hablar mucho al respecto. Con la mirada perdida recalcó el frío que tuvo que soportar. Sobre todo el frío.

-Aunque nada se compara al entrenamiento que deben soportar los que optan por la especialidad de comando-. Esos vuelven rayados de la cabeza, recalcó el primero.

Esa noche cenamos todos alrededor de la cocina del refugio, sentados en una mesa grande, mientras la estufa inundaba todo el espacio con su calor. Compartimos la comida que cada uno había traído, como una gran familia, mientras los soldados compartían anécdotas de experiencias en la montaña. 

-La montaña es traicionera-. Al menos eso fue lo que el Cabo Ramírez dijo a la mesa cuando hablo de ella; un ser, con características femeninas. Lo dijo en tono solemne, con respeto profundo.

La lección más valiosa que había aprendido en todos sus años como montañista, era nunca olvidar que la montaña siempre estaría ahí. Las ansias por subir no debían nublar la mente. La cumbre se lograría cuando la naturaleza quisiese otorgar las condiciones ideales para subirla. De lo contrario era necesario desistir y aguardar pacientemente hasta el siguiente intento.

Mientras él hablaba, reflexioné sobre mi experiencia ese día, y me di cuenta de mi terrible arrogancia, y de lo afortunado que había sido.

Ya lo supe a medio camino hacia el paso Sierra Velluda. La angustia que me produjo ir por un sendero incierto, y sentir que me retrasaba más que avanzar. La adrenalina únicamente sacándome adelante.

Tenía confianza en mis habilidades de orientación, pero entendí que el real peligro no era perderse en la montaña, sino lastimarse a uno mismo, y no tener a quien acudir allá en los páramos solitarios.

El Cabo Ramírez y su grupo me invitaron a subir la montaña con ellos al día siguiente, pero decliné la amable invitación.

Tenía que emprender el viaje de regreso al día siguiente por la mañana. 23 kilómetros, siguiendo la carretera que venía desde la frontera con Argentina en lo alto de la cordillera de los Andes, y que bordeaba la Laguna del Laja sobre las faldas del volcán Antuco. Un camino con poca dificultad técnica, pero aún así largo. Además, no tenía las fuerzas para intentar un ascenso. 

Me fui a dormir abrumado por la hospitalidad que había recibido aquel día.
Poder dormir adentro, al abrigo de la madera, envuelto en el calor del saco de dormir. Era una sensación de felicidad indescriptible, no podría haber pedido nada mejor.

Caí en un profundo sueño tan pronto cerré los ojos.


Día 2.

Al día siguiente cuando desperté, el grupo ya había partido rumbo al volcán. Salieron de madrugada para ganar terreno. Tomé el desayuno junto al Cabo Navarro, quien era el superior a cargo del refugio mientras estaban estacionados ahí.

Mi cuerpo estaba entumecido, extenuado del día anterior. Aun así terminé de alistar mis cosas en la mochila, y aproveché para dejar en la cabaña todo el peso innecesario. A comparación del día anterior, esta vez se sentía ligera como una pluma.

Al salir del refugio a media mañana, dispuesto a partir, me encontré con el grupo que venía de regreso. La cima se había empezado a cubrir de nubes desde temprano, y ante las posibles condiciones adversas el instructor decidió que lo mejor para el grupo era cancelar el ascenso y retornar.

"La montaña siempre estará ahí", recordé.

Tras intercambiar despedidas y agradecimientos, emprendí la marcha. La vuelta debía ser mucho más tranquila. No obstante, llevaba a cuestas todo el cansancio del día anterior. Aún con el menor peso en la mochila, cada paso que daba se sentía eterno.

Caminaba sobre una larga carretera de polvo, solo raramente interrumpido por la polvareda que formaban los escasos automóviles o motocicletas que le aventuraban.

Carretera que lleva de regreso a Antuco, con la Laguna del Laja a la derecha.

















La tragedia de Antuco (mayo 2005)

Volví la mirada, a lo lejos en la planicie aún podía verse diminuto el refugio conforme me alejaba. Ese mismo refugio donde habían pasado la noche aquellos 44 jóvenes hace más de once años atrás.

Para aquel entonces habían recién ingresado a las filas del ejército, y casi pude imaginarlos con esa mezcla de nerviosismo y ansiedad que caracteriza a la juventud, esperando emprender una nueva marcha. La aventura había llamado algunos ahí, pero casi seguramente la mayoría iniciaban una carrera en el ejército llanamente por la falta de otras oportunidades.

A diferencia de años anteriores, esta vez el alto mando del regimiento de Los Ángeles había dispuesto que esos jóvenes harían su instrucción básica en la cordillera, en el sector de Los Barros donde se encontraba el refugio militar. Partirían su primera campaña en la cordillera.

Eran cuatrocientos en total los que integraban esa nueva generación recién ingresada a engrosar las filas del ejército.

Subieron en camiones, muchos emocionados de conocer la nieve por primera vez. Desde la parte de atrás se despedían de sus familias mientras partían rumbo a la montaña. Era todo un carnaval.

Luego de un par de semanas de ardua instrucción, resistiendo mucho frío y extenuados físicamente, debían emprender finalmente la marcha de retirada rumbo al refugio ubicado en La Cortina, veinticuatro kilómetros más abajo, cerca de la entrada del Parque Nacional.

El día anterior habían partido las primeras compañías. Ese batallón enfrentó varios problemas para completar la marcha por las crecientes condiciones climáticas adversas. Pero tras varios contratiempos lograron llegar a salvo a su destino.

Pero esto no lo sabía el grupo que marcharía al día siguiente, nunca lo supo. De ello solo tenía conocimiento el alto mando, que aún así, y contra los reportes climáticos desfavorables que llegaban, insistió en seguir adelante con el ejercicio.

Muchos terminaban de secar por la noche sus ropas luego de un intenso día de entrenamiento. La  primera compañía, Morteros, partió de madrugada. Horas después a media mañana se uniría una segunda compañía, Andina. Vestían la misma ropa que ocuparon durante la instrucción, y lo único distinto que llevaban eran botas especiales para caminar en la nieve.

Las condiciones empeoraban gradualmente durante el transcurso de la mañana. Les sorprendió un agresivo viento blanco que impedía su avance.

Ráfagas de viento que superaban los ciento cincuenta kilómetros por hora les azotaban violentamente; una mezcla mortal de viento y nieve. Todo aquel frío se colaba entre su vestimenta, que no era la apropiada para ese clima extremo.

Con visibilidad prácticamente nula, el grupo inicialmente ordenado rápidamente se dispersaba. Cada uno de aquellos jóvenes empujaba hacia adelante de cualquier forma en que pudiera, con cualquier fuerza que quedara.

Algunos solo alcanzaban a ver como uno a uno sus compañeros iban cayendo, el frío los adormecía, y simplemente dejaban de caminar. Frágiles, se desplomaban, dejaban de sentir frío, sus cuerpos se entregaban a un largo largo sueño.

Otros trataban en vano de ayudarles, a levantarse, a seguir adelante. Pero detenerse era imposible, parar siquiera un instante era arriesgar no poder seguir adelante. Arriesgar el adormecer de todos los sentidos, dejar de sentir.

A media tarde empezaron a llegar los primeros reportes radiales con rumores de un accidente durante la instrucción, pero sin dimensionar la gravedad de lo que realmente estaba ocurriendo. 

La vocería del ejército mantenía un absoluto silencio, y solo alcanzó a reaccionar a destiempo cuando se filtró la noticia de los primeros dos jóvenes que habían muerto de hiportermia.
Las familias empezaban a congregarse en el regimiento de Los Ángeles, exigían respuestas. Buscaban certezas ante la exasperación de no poder lidiar con la incertidumbre. Sus hijos, sus pequeños. Perdidos en aquella montaña, esa cordillera indómita.

Pasaron la madrugada en vela esperando noticias en vano. Solo el silencio del ejército, que no hacía más que delatar culpabilidad, complicidad.

Algunos del grupo alcanzaron a llegar a un pequeño refugio ubicado a medio camino y sobrevivir la noche ahí. Pero tantos otros no lo lograron.

En total cuarenta y cuatro jóvenes y un sargento. La negligencia de los altos mandos que tuvo como consecuencia un trágico e innecesario sinsentido. La mayor tragedia del ejército chileno en tiempos de paz.

Animitas a lo largo del camino.

A diferencia de entonces, era pleno verano mientras yo caminaba, y a lo largo del camino me acompañaban animitas honrando a los caídos. Pequeños altares improvisados por sus familias. Montículos de rocas y cruces hechizas. 

Allí mismo donde habían ido desplomándose, donde no pudieron continuar más. 

Y en tan solo un par de minutos que una nube alcanzaba a cruzar el cielo, la temperatura descendía abruptamente, y el viento helaba. Me hacía sentir diminuto, frágil. 


El (eterno) retorno.

Caminé por horas y horas, siempre sobre la carretera desolada.

A mi izquierda majestuoso se alzaba el cono volcánico del Antuco, completamente cubierto por nubes inmensas. Y a mi derecha un espejo verde azulado, el cuerpo de agua que conformaba y daba nombre al Parque Nacional Laguna del Laja.

Tras largas horas de caminata, llegué finalmente al refugio de La Cortina, un pueblo fantasma. Ahí se encontraba un centro de esquí que solo operaba durante invierno.

Hoy abandonado, solo quedaban cabañas de madera con las ventanas tapadas, selladas con tablas. Y el andarivel que subía a lo largo de una de las caras del volcán Antuco, suspendido indefinidamente, pausado en el tiempo.

La luz que se filtraba por las ventanas de algunos cuartos, dejando entrever alguna cama solitaria, mesas empolvadas. Anuncios de alquiler de equipos, y venta de comida.

Pero sobre todo silencio, y el viento inundándolo todo, con sus aullidos lastimeros creando una atmósfera casi espectral.

Centro de Ski Volcán Antuco.

Me alejé de aquel pueblo fantasma, pasando frente al refugio militar de La Cortina que estaba vacío, y al cual el grupo de jóvenes cadetes nunca logró llegar. Un largo escalofrío recorrió mi cuerpo entero como una corriente eléctrica.

A partir de ahí la carretera era un perpetuo zigzag de bajada.

De camino vi algunos senderos aislados que llevaban a algún pequeño cerro con vistas espectaculares hacia el valle, por donde cruzaba el río Laja. Una hondonada profunda y verde verde, aún en pleno verano. El cauce del río dejaba a su paso una explosión de vida a todo su alrededor.



Me gustaría haber tenido la fuerza para desviarme y explorar esos senderos azarosos. Pero solo me quedaba la inercia que me empujaba sendero abajo, y ni siquiera habría podido reunir las energías para detenerme.

La tarde se sentía pesada, languidecía. Aún cuando el sol se mantenía en lo alto. Era un sol cansado, mi única constante compañía en aquel páramo solitario.

A lo lejos escuché un pequeño zumbido, y una estela de polvo que se formaba sobre la carretera que había andado. Se acercó cada vez más. Me cubrí con el pañuelo esperando ser cubierto por una nube de polvo, pero antes de rebasarme, el auto se detuvo.

Eran tres del grupo que conocí en el refugio, iban de regreso al pueblo y ofrecieron llevarme a la estación de autobuses. Y aunque sentí que casi llegando a la entrada del Parque era como si hiciese trampa, decidí aceptar el ofrecimiento.

De todos modos debía encontrar la forma de regresar al pueblo, para bajar luego a Los Ángeles.

Mi viaje terminó en la estación de autobuses de Los Angeles, a la espera del bus de regreso a Santiago que parte a la medianoche. Me duelen casi todas las partes de mi cuerpo, cada pequeño movimiento de los músculos se vuelve consciente; y se siente tan bien. 

Salí buscando una cima, y ante todo encontré un viaje entero.
La conquista de la montaña, más que un territorio físico, resultó siendo más bien la exploración de uno mismo.

No habían bancas disponibles, así que me tiré en el piso. Recostado contra la pared, no podía moverme, pero no necesitaba nada más.

   Llamé a casa,

           extrañaba tanto a todos.

domingo, 24 de junio de 2018

Lonely days in Panama

Cuando desperté, ya no estaba.
Solo entraba por mi ventana el reflejo de un día gris, mientras los barcos flotaban perezosamente en la bahía.

La mañana anterior cuando los vimos desde la cama, llovía fuera, y el horizonte era borroso. Me preguntó si eran pequeños cayos, islotes de rocas sobresaliendo en el mar.

Me reí, y le dije que no, que si observaba detenidamente eran barcos esperando su turno para el cruce del Canal.

Aunque para mi siempre habían sido más bien pequeñas ciudades flotantes. Especialmente de noche, cuando el cúmulo de luces formaba una hilera de pueblos fantasma, asentados en una orilla lejana.

Pero así como vino, se fue.
Como las pequeñas olas que desde mi ventana veo envalentonarse al chocar contra el malecón, para luego desdibujarse en la inmensidad.

No estaba. Aunque su lado de la cama siguiera cálido, y su aroma flotara vagamente en la habitación.

Un paréntesis que duró apenas un fin de semana, pero en ese refugio nuestro fue casi eternidad.

Un pequeño universo privado que inventamos con mis dedos juguetendo con su cabello al acariciarlo, y con toda la ternura contenida en sus canas que asomaban.

Con nuestros brazos entrelazados, y el contraste de su piel morena contra mi palidez.

Navegando el día entero en esa pequeña balsa que construimos en mi cama, fundiéndonos el uno en el otro, desdibujando cualquier frontera entre nuestros cuerpos.

Alternando a besarnos, charlar y reír; espontáneamente.

Y lo conversamos todo. Nos compartimos como si tuviésemos que ponernos al día después de tanto tiempo de no vernos. Almas lejanas que se reencontraban tras divagar por largo rato.

Su sueño era ligero, así como su forma de ir flotando por la vida. Como si esa frontera entre sueños y realidad no aplicase para ella.

Y sé que repasar esas imágenes es un ejercicio de nostalgia. Es un presionar una pequeña herida que duele, pero que es tan necesaria.

Me asombra descubrirme aún capaz de sentir esa fuerza abrumadora brotando incontrolable, los bríos de la adolescencia mas pura. Y por eso es tan dolorosa la brevedad, por no haber siquiera alcanzado a explorarle un poquito más.

Habiéndome aferrado ese puñado de felicidad por un breve instante, no queda más que soltarlo. Con todo y lo que dura doliendo el aterrizaje en el terreno de lo concreto.

Quizá lo que llaman adultez sea simplemente tener esa capacidad de poder recomponer los pedazos rotos (o barrerlos bajo la alfombra), y levantarse un lunes cualquiera para seguir siendo funcional en lo cotidiano.

Aunque la melancolía perdure ahí en el fondo, y la tenga que acallar a fuerza de música y otras drogas.

Afuera la ciudad se siente lenta. Solo la brisa de los carros que ocasionalmente atraviesan la avenida interrumpe brevemente su letargo. Veo una nube grande y cargada a lo lejos, la tormenta que se avecina.

Para mi esa tormenta ya es una vieja amiga: los blues del domingo por la tarde, el bajoneo existencial.

De nuevo solo en este pequeño paraíso tropical donde siempre llueve.
Mi pequeño limbo, del cual espero algún día escapar.

lunes, 29 de mayo de 2017

Carta de a mi (otro) yo de hace diez años

Diez años después, punto y aparte.
Y aquí estas de nuevo, de madrugada ante la hoja en blanco.

Este espacio al cual acudís en tiempos de crisis, donde sentís la confianza de vaciar tus emociones, porque le hablas a todos, pero realmente a nadie en particular.

Curioso como la vida tiende a ser tan cíclica en sus formas. Las estaciones, los pequeños rituales cotidianos.

Tomaste muchos giros equivocados, y por eso estas aquí.
Pero no te preocupes, habrá aprendizaje en cada uno de ellos. Abraza ese mantra.

Hoy te toca aceptar, asumir, el fin de un viaje hermoso e intenso, pero a la vez tan frágil.
Una relación que lastimosamente no supiste como nutrir, y hoy ya marchita, mutó en su forma, abrió paso a una bifurcación en el camino. De poco sirve aferrarte a algo que hace tiempo ya no está.

En este instante enfrentarás dos alternativas, o buscas refugio falso en cualquier tipo de drogas para anestesiar las emociones (y ojo que no todas son lo que la gente comúnmente entiende por drogas, hay muchas formas de escapismo en esta vida); o te encaras a ese toro metafísico frente a frente, no le huyes a su feroz estampida.

Francamente eso de reprimir emociones nunca funciona, ellas (en su infinita sabiduría) terminan brotando igual de formas inesperadas. Así como el agua invariablemente fluye río abajo; siempre encontrará la forma de hacerlo.

Seguramente te sentirás muy solo, es natural. Uno pasa la vida pensando que existen formas de sobrellevarla cómodo, de refugiarse entre sábanas cuando afuera llueve. Y entras en pánico al darte cuenta que la falsa sensación de seguridad al mínimo capricho puede transformarse en caos, y no encontrarás nada a lo que aferrarte.

Te tocará descubrir a golpes que la vida es inherentemente incierta, y el truco está en saber ser un equilibrista. Adaptarse a los cambios de corrientes, y nunca perder de vista el horizonte.

Recuerda a toda la gente que te rodea y que en su infinita amistad sabrá brindarte refugio en tiempos de tribulación. Cuídalos siempre, porque ese amor tan puro escasea en esta era de redes sociales estériles.

Ante todo nunca pierdas de vista tus principios, que son tu única guía ante un mundo incierto.
Caminos trazados no hay, esos los vas creando a fuerza de intuición. Trabájala, ella será tu mejor herramienta.

La razón es un edificio hermoso y admirable, pero en tiempos de incertidumbre se derrumba como un castillo de arena, y las verdaderas respuestas estarán ahí guardadas en ti, bajo la custodia de la vieja y fiel intuición.

Enfocarse en lo pasado no servirá de nada, ya que la fuerza universal de la acción y reacción sigue en marcha, nunca se detiene. Y en ti (solo en ti y en tus acciones) se encuentra la única forma salida de esta maraña de patrones cíclicos que has creado.

Toma conciencia del dolor que has generado a los que te rodean en tu afán de avaricia emocional. Pero no caigas en la auto flagelación ni en la auto compasión.

Reconócete en tus errores, pero también en tus limitaciones.

Recuerda que hace diez años no tenías una puta idea de lo que querías para tu vida, y aunque ahora tampoco realmente lo sabes, si tienes una mejor noción de ti mismo, de tus virtudes y tus falencias.

Trabaja en corregir todos esos patrones auto destructivos, deja de sabotearte a ti mismo.
No dejes que el ego te gane la partida, ya que en ese pozo sin fondo jamás encontrarás la plenitud.

La sensación de duelo y profundo dolor que te embarga en este instante es natural. No rehuyas de ella, abrázale hasta que sea el momento de dejarle ir. Eso lo sabrás (recuerda, la intuición).

Nunca olvides que así es la vida, y esta solo ha sido vivida plenamente cuando se le recorre en toda su gama de emociones, en todas sus tonalidades.

Desde la alegría hasta el dolor y la tristeza. Las emociones no existen como un absoluto, todas son necesarias para brindarnos perspectiva.

Si buscas respuestas absolutas para las infinitas variantes de la vida, aquí no las encontraras.
Este es un mero manual de instrucciones, una recopilación de notas al margen para un imperfecto (pero honesto) abordaje de la vida.

No existe receta única, solo un interminable proceso de aprendizaje y error. Nunca dejes de cuestionarte, de trabajarte.

Agradece todo lo que creciste en este tiempo, recuerda que hoy eres en gran parte esa compañía que tuviste al lado en este tramo del camino.

Ese amor vivido, y todos sus hermosos frutos, jamás morirá, solo se transforma, evoluciona. Y te acompañará por siempre.

―Tranquilo, todo estará bien ―te dijo ella sonriendo.Visualiza la sensación de paz que te produce su mirada cuando pronuncia esas palabras, su sonrisa llena de luz inundando todo alrededor. Tanto amor en estado puro contenido en ese instante.

Detente, respira, escucha(te).
Ahora ve a navegar.

miércoles, 6 de agosto de 2014

Razones para leer a Yukio Mishima

Porque pudo escribir párrafos tan densos como éste, donde realiza una descripción tan poderosa de una escena, en la que un pequeño instante de tiempo logra cobrar infinitas dimensiones de profundidad, sensibilidad y furia.  
El mar, ancho e inmenso, con toda su fuerza terminaba justo allí, delante de sus ojos. Sea el limite del tiempo o del espacio, no hay nada que inspire mayor horror que un final. El estar en tal lugar con sus tres compañeros, en un límite maravilloso entre la tierra y el mar, le pareció semejante a estar en el fin de una edad y el principio de otra, parte integrante de un momento de la historia. Por lo tanto también el oleaje de su propia era, en la que vivían Kiyoaki y él, tenía que tener un tiempo señalado para su final, una costa en la que romperse, un límite más allá del cual no podría ir.
El mar acababa allí delante de sus ojos. Cuando contemplaba cada ola al deshacerse en la arena, la embestida final de una fuerza que descendía y crecía una y otra vez a través de los siglos sin número, se sentía afectado por el patetismo de todo aquello. En aquel mismo punto, una gran fuerza oceánica abarcaba el mundo para terminar aniquilándolo.
Pero quizá pensaba él, este final era suave y tranquilo. Mirando a distancia en alta mar las olas formaban cuatro o cinco escalones, visible cada uno de ellos en cualquier momento. La ola brava, encrestada, se rompía, perdía fuerza y aceptaba su decadencia, todo en un proceso constantemente repetido. El rompimiento de la ola provocó un crujido, que se convirtió en grito y el grito en susurro. La carga de enormes garañones blancos cedía el paso a otra de garañones más pequeños, hasta que todos los caballos furiosos desaparecían gradualmente, no dejando en la arena de la playa más que las últimas marcas de sus cascos poderosos.
Dos que salieron a la vez de la derecha y de la izquierda, chocaron bruscamente, se extendieron en abanico y se empaparon en el claro espejo de la superficie de arena. Después, aunque otras olas seguían perisguiéndose, ninguna formaría suaves crestas blancas. Se acercaban una y otra vez, apuntando a su meta con determinación. Cuando Honda miró al mar en un punto distante no pudo librarse de la sensación de que la fuerza aparente de estas olas que chocaban contra la costa no era en realidad sino el fin, la dispersión final, la terrible debilidad.
Cuanto más miraba, más oscuro era el color del agua, que allá lejos se convertía en un verde azul profundo. Era como si se volviese cada vez más densa por la presión creciente del agua de alta mar, intensificando su color verde para producir aquel inquietante verde azul, puro e impenetrable como el jade, que se extendía por el horizonte. Aunque el mar fuese inmenso y profundo, la verdadera esencia del océano era el color azul, algo cristalizado en ese azul, más allá del frívolo y superficial juego de las olas. 
Extracto del maravilloso libro "Nieve de primavera".

miércoles, 23 de abril de 2014

Afuera llueve

Afuera llueve.
El monótono tintineo de la lluvia inunda la habitación, mientras yo me deslizo entre la noche.

Me arrugo debajo de las sábanas hasta hacerme chiquito, diminuto.
Soy un hombre adulto buscando consuelo en un falso útero.

Las palabras del libro que leo resuenan en mi cabeza, me llegan como si fuesen leídas por otro que está lejos, vagos murmullos que atraviesan una densa bruma.

Me hablan sobre universos distantes y futuros imaginados, y en esa narración yo me reconozco como el extranjero que soy, como la pieza que no encaja en el rompecabezas, como la figura ausente.

Garabateo rápidamente este esbozo de ideas para recordar lo efímero de las emociones, antes de que mi hilo de conciencia decida aventurarse por otros derroteros.

Afuera el viento aúlla histérico, es una bestia herida que se desangra entre callejuelas.
Me hago cada vez más pequeño.

A lo lejos, una ténue luz brota entre un océano de silentes edificios.
Una madre cobija a sus hijos, les lee cuentos, les brinda refugio en su ternura.
La respiración acompasada de los chicos marca su dulce partida hacia el ambiguo terreno de los sueños.

Y a veces uno también quisiera esa inocencia, porque todo acá es tan incomprensible.
Nadie nos dijo que seríamos lanzados a la vida tan pronto, tan poco preparados.

Afuera llueve, alguien olvidó enviar las instrucciones para armarnos.

viernes, 28 de marzo de 2014

La soledad del extranjero

No existen países, abajo con esa necedad.

Un país es ante todo una ficción,
      un recuerdo impuesto,
programado.

Una nacionalidad es un azar, por que uno realmente nunca decide donde nacer.
Una nación se construye de fronteras difusas, inexistentes.
Su geografía es el borde amarillento de mapas enmohecidos en las bibliotecas del ayer.

Lo que si existen son comunidades; de personas, seres humanos que se congregan, interactúan, se buscan entre sí constantemente.

Ciudades luminosas que las personas frecuentan, y que dejan sentir el calor que emana de ese fuego, un fuego que no es combustible, si no que nace de la pertenencia en un grupo de otros similares a uno.

El extranjero es uno que busca, conversaciones, ideas, imágenes.
Es uno que reconoce que el azar no es necesariamente un ancla, sino tan solo un punto de partida.

Ser extranjero permite un experimento ingenioso.
Este consiste en colocarse a uno mismo bajo diversas situaciones, enfrentarse a los mas inverosímiles contextos, preguntarse si uno en ese lugar puede llegar a ser todo su potencial (por que uno en el fondo es eso, un cúmulo de posibilidades).

El extranjero viaja, por que sabe que es lo que tiene que hacer.
Se imagina a si mismo un gregario, un errante. Pero al final la comunidad siempre le llama, aún cuando no sepa donde se encuentra, aún cuando no tenga clara noción de lo que está buscando. Con una intuición siempre que lo mueve, le llama tácitamente a buscarse a si mismo en sus otros.

Ser extranjero es ser incompleto; un constante errar por caminos solitarios,
tratar de llenar muchos vacíos, la mayoría de veces en vano.

A veces lo logras, solo a veces, el extranjero soy yo.

jueves, 27 de marzo de 2014

j. y los museos

A j. le gusta visitar los museos, para ella es una especie de ritual.

Aquella tarde decidió visitar una exposición sobre mitología hinduista, la cual encontró casi por azar mientras caminaba distraídamente por el centro de ese laberinto/ciudad.

Su mochila va siempre cargada de libros, libros que le gusta leer en los parques, que en su mayoría tratan sobre viajes y lugares lejanos y exóticos; con el peso de la mochila su paso era lento, mientras bajaba por las escaleras de acceso al museo.

Entró a aquel maravilloso recinto cargado de decoraciones temáticas, y unas hermosas mandalas coloridas que colgaban sobre el techo inmediatamente llamaron su atención.

La larga caminata la había agotado, así que decidió acostarse a descansar sobre una banca que se encontraba en el lobby del museo.

Mientras contemplaba el techo de concreto, cerró sus ojos y con ellos imaginó millones de estrellas, constelaciones de infinitas formas, puntos que ella jugaba a conectar con trazos aleatorios, un universo privado reservado solo para ella entre aquel cielo falso de hormigón que cubría todo el museo.

Luego de pagar su entrada, bajó por la rampa que daba acceso a la galería principal. Despistada, entregó su boleto al joven que cuidaba la entrada al recinto, quién le abrió desganadamente, cansado de tener que estar ahi trabajando aquella tarde.

Al entrar todo estaba sumido en una tenue luz que daba una vaga sensación a algo místico, un secreto perfectamente escondido. Lentamente su corazón se fue llenando de alegría y emoción. No conocía mucho sobre el hinduismo ni las religiones orientales, pero desde hace algún tiempo se había sentido atraída hacia ellas y estar ahí le daba una sensación de nostalgia, de sentir que en alguna vida pasada ella había participado de todo lo que se presentaba ante sus ojos.

Pausadamente recorrió la exposición, aprendiendo sobre Shiva, Parvati, Ganesha y las múltiples manifestaciones de los dioses del hinduísmo. Todo aquello le parecía maravilloso, tan lleno de asombro.

Finalmente, se detuvo ante un cuadro, estuvo contemplándolo por horas. En el se presentaba una escena de Shiva y Parvati, junto a sus hijos en una peregrinación. Se preguntó hacia donde se dirigirían, fue tratando de absorber uno a uno los detalles del fino trazo a mano en aquella composición de gouache, oro y plata; pensó en cuanto le gustaba pintar y que tenía mucho tiempo ya de no hacerlo.

Parada ahí, frente a aquel retrato, no pudo contener sus emociones; se dejó envolver por una tristeza muy profunda. Aquel cuadro le produjo algo, algo que ella sabía.

Sabía que en otro paralelo, ella había estado ahí, en ese mismo lugar, tomando de la mano a i. mientras comentaban sobre lo hermoso de los detalles del cuadro, y el le acariciaba su pelo despeinado, dándole un beso en su mejilla, diciéndole cuánto la quería. Que habían salido del museo al viento frío de la tarde, caminado tomados del brazo por las avenidas de aquella ciudad, soñando en poder caminar por las calles libremente, conversando la noche entera sin parar.

De regreso a casa, j. tomó el metro y luego subió al bus. Era una rutina que conocía de memoria.

Contempló por la ventana el cielo nublado, pensó que su universo privado ya no estaba ahí, que quizá i. tampoco estuvo en el para empezar, que fue tan solo producto de su imaginación; pero ella sabía que en el fondo eso no era cierto, que el también pensaba en ella por las tardes, aunque hace tiempo ya que i. no estaba acá.